Suicidio. Un sentimiento tan horrible que te carcome por dentro y te hace sentir como basura. Envenena cuerpo, alma y finalmente tu cerebro se llena de dolor. Y allí, cuando la mente se ha convencido de que no eres nada, y la corrupción maneja a su antojo los hilos de tus neuronas. Ya eres prácticamente el títere de aquella sombra que llamamos depresión.
El muñeco se derrota a sí mismo. La vida ya no le importa, a fin de cuentas ya no hay nada que pueda hacerlo olvidar. No existe esa tijera que lo devolverá a su plena conciencia. No. Ya no puede detenerse, el sujeto se auto conduce a su propio fin, cometiendo el último pecado…
Su cuerpo se siente como cagada de pájaros, festín de gusanos que se pierde en la tierra. Pero ¿Qué es de aquella alma que atentó contra sí mismo? ¿Qué será de aquellos que antes de morir cometieron pecado?
El títere llamado Sedrik, caminaba por las calles. Su paso arrastrado y melancólica mirada, alertaba que algo no andaba bien. Pero a nadie se le escapaba un “¿Qué te ocurre?” La calle de la ilusión, una mera fantasía que el paso dejó atrás. Con el alcohol en la cabeza y la sombra del fin acechándolo. Había puesto la rueda de su vida en marcha.
Debía frenarla ahora que todavía tenía tiempo, pero, no lo haría porque un títere no tiene control sobre su ventrílocuo. Se lanzaría al vacío dejando a la luna manchada de sangre y a las estrellas lamentándose en su lecho.
Sentía que ahora que la luna menguaba y desaparecía para no ser testigo ni jurado, ya no debía dudar. Fenecer no era peor que vivir.
Los días que había vivido… Aquellos que comenzaron como un agradable sueño y que ahora le escupían en la cara diciendo que lo había arruinado todo, no podían haber terminado de esa forma. Un humano no puede luchar solo con la corrupción.
Su casa, el lecho que lo cobijó y que ahora sería la última en verlo de pie, le parecía ver que abriéndole los brazos se entristecía.
- Debo apestar a alcohol hasta dentro de mi cabeza - pensó.
Abrió aquella puerta tan familiar, que millares de veces en el pasado había soportado su pesado cuerpo a punto de caer. Dentro no existía signo de movimiento.
- Los viejos todavía no llegan - murmuró.
Miró por última vez los rayados muebles, la fina tapicería, la alfombra sin un pedazo. Las huellas que su perro, ya enterrado, le dejó a las zapatillas y todo esto no hacía más que causar dolor en su corazón. Pero, no, él no iba a devolverse ahora. No era su estilo dar marcha atrás.
Subió a trompicones las escaleras. Un agudo dolor de cabeza, provocado por el sobre exceso de alcohol, se manifestaba con una rabia profunda.
Cuadros en los pasillos. Dulces escenas que el mismo pintaba y regalaba a su madre, eran reflejos ensombrecidos por la noche sin luna. Llegó frente a la puerta de caoba, era ahora o nunca, si entraba ya no saldría siendo material.
Empujó bruscamente la puerta. Allí sobre una meza de ébano, iluminado por quién sabe qué cosa, estaba el rifle de cacería de su padre. Hasta ahora no había sido más que un arma de protección, la que lo había ayudado más de una vez. El salvador se convertía en asesino.
Cargado el rifle, cerró los ojos. Colocó la boca de este dentro de la suya y dando un último aliento de esperanza, disparó.
La luna terminó por salir. Menguante. Escondida tras las nubes, miraba aquel charco de sangre que dejaba una vida de ilusiones vacías. Las patrullas no demoraron en llegar. Las sirenas sonaban, produciendo un desgarrado lamento final. Todo había acabado.